Un monje al que le gustaba meditar en silencio, decidió un día subirse a un bote y remar hasta el centro de un lago. Allí estaría mucho más tranquilo y podría meditar mejor. Ya estaba en el centro del lago y cerró los ojos.
¡Qué paz se respiraba!
Pero de pronto, cuando estaba en la fase más profunda de sus reflexiones, algo golpeó su barca y le desconcentró. Le molestó tanto que pensó:
《En cuanto abra los ojos, se va a enterar la persona que me golpeó》.
Estaba tan furioso… Sin embargo, al abrir los ojos, solo vio una barca vacía, que seguramente arrastró el viento a la deriva hacia allí. Entonces se dio cuenta de que la ira no venía del exterior, sino que residía en él.
《Cada vez que me enoje con alguien- pensó- recordaré que ese enfado está dentro de mí》.
Uno de los aspectos más desconcertantes de la ira es que pretende dañar a otro, pero termina haciéndonos daño a nosotros mismos de diversas maneras.
Así nos lo recuerda Florence Scovel en una de sus frases:
“La ira altera la visión , envenena la sangre: es la causa de enfermedades y de decisiones que conducen al desastre”.
Algo similar plantea Mark Twain cuando afirma:
“La rabia es un ácido que puede hacer más daño en el recipiente en el que se almacena que en cualquier otra cosa en que se vierte”.
La ira quema a quien la siente. Daña sus pensamientos y sus emociones. Descargarla sobre otro puede que lo afecte, pero en mayor medida nos afectará a nosotros mismos.
Si hay una emoción sobre la que debemos trabajar esa es la ira.
El objetivo es impedir que nos invada, induciéndonos a decir o hacer algo por impulso.
Las consecuencias suelen ser muy dañinas. Y si adoptamos la costumbre de reaccionar agresivamente, con el tiempo el odio se apodera también de nosotros. Una vida así se torna solitaria y amarga.
¿Sentiste alguna vez esta emocion?
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Escrito por Belén Gomez Oubiña, coach de equipos.
Ernesto Carlos Uriarte, coach ontológico.